Los que nos hemos enganchado a esto del pan sabemos que la mezcla de harina y agua ejerce una fascinación magnética sobre el panadero amateur (si te toca amasar mil panes al día, con la misma es menos fascinante, claro). Podría habernos dado por las hortalizas, el tueste de café o los pescados a la parrilla, pero los de la tropa de la harina sabemos que no es lo mismo.
Mucho he reflexionado sobre la fascinación que ejerce el pan, porque el tilín que hace en el corazón es distinto de otros tilines. Vale que te puedes enamorar del jamón o de la tortilla, sí, pero el pan es distinto, y lo es porque tiene una especie de carácter primigenio, fundacional. Ya el nombre, ese rotundo monosílabo, me hace sospechar que el pan está con nosotros desde el principio de los tiempos, firme como una roca en su sencillez por encima de las modas y tendencias que vertebran la historia de la gastronomía. El pan no es solo comida, es algo más. ¿Pero qué? ¿El monolito de 2001 Odisea del Espacio?
Me di cuenta mientras preparaba unas tortitas de noche y se me asomó la luna por la ventana. Miré a la sartén, después a nuestro bello satélite, luego de nuevo a la sartén. ¡Coño! ¡Pero si son iguales! ¡Mira esos cráteres! ¡Clavados!
Prendió en mí súbitamente la idea de que las masas tienen una suerte de alma planetaria, cosmológica, y me apresuré (después de despachar las tortitas) a comprobar un hecho que me rondaba en la cabeza desde hacía días sin llegar a concretarse. Cogí mi último pan de centeno y salí pitando al ordenador para contemplar la tierra desde el espacio de Google. ¡Allí estaba! ¡Era cierto! ¡Mi pan de centeno integral era clavado a los montes de la cordillera del Himalaya! ¡Al menos a los tayikos y no muy diferente de los que afloran en la frontera norte de Bután!
Entusiasmado con el descubrimiento, centré el tiro, decidido a demostrar una teoría que se abría paso en mi mente. ¿Y si los panes se parecen a los lugares de donde proceden? Bajo esa hipótesis me puse a recorrer el Sáhara a golpe de ratón para ver si era comparable a los baghrir que por allí se cuecen. Mi intento no dio sus frutos, pero sí encontré una similitud razonable entre las ricas tortitas marroquíes y el desierto de Rub al-Jali, en Arabia, que tampoco era algo tan remoto.
Curiosamente, el Sáhara tiene más un aire con los crepes, que en buena lógica tendrían que parecerse a Marsella o a Nantes…
Me puse a recorrer Murcia en busca de algo parecido a la torta de pimiento molido que por allí hacen. Fracasé, pero encontré semejanzas no en el otro lado del mundo, sino en las minas de Riotinto, en Huelva. Di tú que también tiene aquello un aire con la superficie de Marte (un planeta cocinado con pimentón) pero preferí obviarlo y seguir con mi idea del paisaje regional.
El problema surgió cuando traté de hallar similitudes entre un hermoso bolo gallego y su lugar de procedencia, ¡porque desde el espacio Galicia se ve toda verde! Me planteé que, tal vez, si dejaba el pan dos semanas en un cajón hasta que se cubriera de moho, podría tener algo que ver. No. Mala idea. Al final, al bolo le encontré su gemelo geográfico, pero fue justamente en otra zona de Riotinto, cerca de donde antes buscaba el color rojo de la torta de pimiento.
En mis pesquisas geográficas surgieron matrimonios extraños: el desierto de Arizona tiene un aire con un lateral de un pan de leche de Hokkaido, cuando lo suyo sería parecerse a una tortilla de maíz, en el mejor de los casos.
Lógicamente, mi teoría sobre la similitud de los panes con su lugar de origen se vino abajo, porque además no me consta que en Tayikistán o en el Tíbet tengan tradición de hogazas de centeno integrales, y menos aún que en la Luna haya selenitas cocinando pancakes. Me da igual, porque poseído por la idea empiezo a ver en las greñas ascendentes de mis hogazas un auténtico choque de placas tectónicas, como si ese corte humeante de mi pan fuera la falla de San Andrés. En el fondo, el principio es el mismo.
Mi teoría, claro, es un disparate, pero se me ha quedado en la cabeza la similitud de la corteza del pan con la corteza del mundo, y aún de la Luna, y pienso si esa fascinación por el pan tendrá que ver con esa visión planetaria, con el hecho de que cada vez que tocas la corteza de un pan, estás acariciando la piel del mundo… No sé, tal vez tendría que acostarme más temprano y dejarme de tonterías.