El tiempo en sus manos


Valoraciones: 6 Comentarios

El tiempo en sus manos

Valoraciones: 6 Comentarios

Sobre esta receta

Cómo pasa el tiempo… Parece que fue ayer (pero, ¿de verdad no fue ayer?) cuando, en 2009, nos adentrábamos de puntillas en el universo panarra y, sin darnos cuenta, enfilamos ya los 15 años metiéndonos en harina. Desde entonces hemos aprendido bastante, hemos ampliado y diversificado nuestro catálogo de ingredientes, consumibles y utensilios para preparar pan en casa, y llevamos chiquicientas recetas de masas dulces, saladas y mediopensionistas, muchas de ellas vuestras, de quienes estáis ahí, compartiendo vuestra sabiduría panadera.

Casi 15 años y nunca hasta ahora se nos había ocurrido. ¿Qué pasa si, como nos ha sucedido en El Amasadero, hay más gente a nuestro alrededor que en estos años de turbulencias y pandemias ha crecido y ha pasado de preparar en casa sus propias masas a hacer de ellas su forma de vida? ¿Y qué pasa con esa otra gente que lleva ya años, o décadas, dedicada a la panadería o la repostería artesanal a una escala un poco mayor que la de su cocina? ¿Cómo trabajan, cómo se organizan, cómo entienden su profesión? Y también, claro, ¿cómo podemos serles útiles?

Para descubrirlo, no hemos tenido idea mejor que salir y preguntar. Primera parada: la Alcarria.

Allí, en un pueblecito a unos 40 kilómetros de Guadalajara, vive y tiene su “microobrador” Isabel Ceballos. Podría decirse que su proyecto encaja bien en el sentido etimológico de la palabra crisis, entendida como un cambio profundo en un proceso o, más literalmente, como una decisión. La suya llegó con la debacle económica de 2008, que hizo desplomarse las opciones profesionales del que era su campo, la biología ambiental, y dejar hueco para explorar su afición por la cocina. En la de su casa comenzó su proyecto de panadería artesana, que acabó de tomar forma en 2014, después de cuatro años iniciándose en el mundo de las masas madre. 

“Después de la crisis decidí que no quería volver a irme a Madrid. Mi prioridad es trabajar en algo que me gusta. Quiero vivir donde vivo y como vivo. No hacerme rica, ni crecer”, destaca, sin ocultar la exigencia de sus condiciones laborales. “Ahora trabajo 200 horas más que antes para cobrar menos, pero pienso que soy gestora de mis tiempos. Trabajo como autónoma desde el año 2000, soy muy disciplinada y no me importa madrugar, y aunque de martes a jueves –cuando concentra la elaboración de la repostería, hogazas y moldes– apenas tengo un minuto y el resto de la semana vivo agotada, me compensa anímica, emocional y económicamente, porque me encanta el trabajo artesano y crear: siempre estoy pensando en qué hacer, en qué cursos dar, en compartir… Sin duda, me compensa”, concluye.

Sin un local de venta a calle, su modelo de negocio se basa en un contacto muy directo con su clientela –a través del correo electrónico– y en el reparto a domicilio cada jueves y viernes; hasta 350 kilómetros para atender pedidos, que mayoritariamente llegan de Madrid y alrededores, Guadalajara y corredor del Henares. “Mi modelo se basa en trabajar duro y en hacer de mi trabajo mi prioridad, pero por la pasión que me mueve y el cariño con el que lo hago. Sé que podría no hacerse así, no es necesario levantarse a las dos de la mañana, como hago yo”, admite, una filosofía que extiende a su modo de producción. “Tengo dos hornos Rofco de El Amasadero. Me gustan, son buenos hornos, tanto para un proyecto pequeño como para una casa grande”, destaca. 

En ellos cuece los 16 tipos de pan fijos de su catálogo, los especiales y otros productos “estrella” como las galletas de avena o el pan de chocolate y naranja confitada, un “as bajo la manga” que elabora cuando los tiempos se lo permiten.  “He ido adaptando el pan a mis clientes, hasta el punto de preguntar si prefieren hogaza o molde –usa los moldes con tapa de El Amasadero “por el acabado que dan, por el dorado”– o cambiar la naranja confitada por arándanos si alguien me lo pide. No podría hacer nada que a mí no me gustase, pero me he adaptado a las preferencias de la clientela”, subraya. 

Esta es, para ella, una de las características que diferencian su panadería del resto, además de la cercanía y la transparencia. “También hay gente que quiere apoyar miniproyectos como el mío. Saben que son mis manos las que elaboran, con sus fallos y sus aciertos. No hay trampa ni cartón, todo es absolutamente artesano, cercano. Hoy se vende mucho humo”, observa.  

Cinco generaciones 

En la barriada Hispanoamérica de Los Dolores, Cartagena, se encuentra el nuevo obrador y la tienda de la panadería y pastelería Otón. El local, inaugurado el pasado septiembre, es, en palabras de Fulgencio Otón, Pencho, “la culminación” de un proyecto que su familia lleva desarrollando desde hace cinco generaciones y que hoy suma un equipo de 11 personas, además del propio gerente y su hermano, en el mismo barrio que los ha visto crecer. “Nací entre pan y harina y esta era mi ilusión. Nuestra idea fue mantener la esencia, la filosofía y la tradición, usando materias primas de primera calidad y sin renunciar a la innovación y la tecnología”, relata. 

Si la remodelación ha sido el último gran salto del negocio familiar, sus nuevas cámaras de fermentación son las responsables de ganarle tiempo al tiempo: al del pan, con procesos largos, en frío, que inciden en la mejor digestibilidad y sabor del producto final, y al del personal del obrador, que suma dos horas de sueño gracias a esta tecnología.  “Un par de horas son un mundo cuando empezabas a trabajar a las dos de la mañana y pasas a hacerlo a las cuatro. Significa que ya no trasnochas, sino que madrugas, que no es lo mismo”, apunta Otón. Mientras, sus hogazas y panes especiales fermentan a jornada completa: hasta 24 horas. 

Los hay de muchísimas variedades. Tantas, que a Pencho le resulta difícil quedarse con solo una. “Desde las hogazas y barras de mi padre, las de toda la vida, ahora mejoradas con 16  horas de fermentación, a las magdalenas de mi madre, a las que le hemos introducido yogur. Pero también bollería artesanal, los cuernos, los hojaldres dulces y salados, el pan venezolano de jamón, las tortas de aceite, las barras hojaldradas con sobrasada o la torta de chicharrones con manteca, azúcar, ralladura de limón y canela, La Centenaria, que es otra receta de mi madre…”, enumera. 

Para controlar con precisión tal cantidad de amasados, en el obrador tiran de los relojes con segundero de El Amasadero, de donde también proceden los bannetones de pulpa que emplean para algunos de los panes con masas más  hidratadas.  

Desde cero

Hay legados centenarios y hay quien, como hizo Miguel Chale, escribe de la nada la receta de su negocio. Así surgió Picnic hace nueve años y hoy suma cuatro tiendas, obrador y cafetería en Sevilla. “Es mi proyecto y lo impulsé con mucha ilusión y con pasión, la que le pongo a todo lo que hago. Algunos panaderos tienen la carga de una tradición familiar en la que es difícil cambiar nada. Yo tengo la suerte de haberlo creado todo yo: el sistema de trabajo, la formación de mi gente y la manera de trabajar”, ensalza. 

Veterinario de formación y con experiencia también en márketing, este sevillano nacido en Lima, Perú, decidió un día que la panadería sería su vida. “Estudié, me formé en alta panadería francesa en Le Cordon Bleu y me profesionalicé”, rememora. Para él, su negocio es hoy una proyección de su forma de entender el mundo: “Impulsar a comer bien, sano, con un acceso democrático al producto, con un precio justo, y haciéndolo a la vista de la gente”. “En cierto modo, me siento responsable de intentar desarrollar una mayor calidad de vida alimentando mejor a la gente de aquí”, medita. “En Picnic hago lo que yo como. Por ejemplo, no elaboramos tartas, solo panes 100% harina ecológica con masa madre integral y bollería, lo que a mí me gusta comer”, expone.

Tal como lo describe, parece haber encontrado también la fórmula para hacerlo a su manera. “¿Que cómo es una jornada de trabajo? Es genial. Empezamos a las cuatro de la mañana y desde ahí va incorporándose el personal de forma escalonada. Se hornea y después se empieza el amasado del día siguiente, que los panes tienen, mínimo, 24 horas de fermentación. Y a las ocho y media abre la cafetería y empieza el show. Puedes vernos preparar las cosas, puedes probarlas…”, describe, sin esconder los inconvenientes de la profesión. “Es verdad que madrugas mucho, que hay muchísimo trabajo, que eres autónomo… Sí, pero es que me encanta y hay que disfrutarlo. Todas las dificultades son, para mí, formas de aprendizaje, de desarrollarse”, sopesa. 

Mientras describe las rutinas de amasado, formado y fermentado en su panadería, Chale lanza una máxima: “El trabajo es una parte de nuestra vida, no algo que queda aparte”. Así, el control de los tiempos se vuelve fundamental a varios niveles. “Yo gestiono mi tiempo, mi vida, pero también el de la gente que trabaja conmigo, para que puedan llegar a casa, recoger a los niños, tener tranquilidad… Todo esto lo tuve en cuenta al montar Picnic, porque además he estado en todos los puestos, desde el obrador a la tienda”. Para lograrlo se apoya en una panificación modernizada, que echa mano de la tecnología, y en las fermentación largas. “Cuando haces un puchero lento –argumenta– sale mejor, y lo mismo pasa con los panes. No solo porque están más ricos y son más digestivos, sino también porque le facilita a la gente disponer de su tiempo”.

De Youtube al cielo

A las cuatro de la mañana se enciende El Horno de Babette, “una panadería artesana y de alta calidad” que defiende la elaboración de pan de masa madre “con la mejor materia prima”, preferentemente de proximidad, y que hoy cuenta con cinco establecimientos en Madrid capital. Al frente está Beatriz Echeverría quien, junto a su socia Carla Medrano, mantiene la vocación de ser también un centro de formación, aunque en este momento esa parte del proyecto esté “hibernando”. 

Fue ahí, en el ámbito de la formación, donde surgió todo, hace ya tres lustros. “En mayo del 2008 di mi primer curso de pan en una pequeña escuela que monté en casa. En el 2011 me fui a un local. Para entonces ya tenía tienda online, y a los pocos meses empecé a impartir cursos en línea y a grabar vídeos para nuestro canal de YouTube. Y en el 2013 abrí, junto a dos socias, El horno de Babette”, evoca Echeverría.

Periodista e historiadora de formación, no romantiza los rigores de la profesión. “Cuando trabajas de madrugada el impacto es fuerte, y aún así, no es lo mismo entrar a las cuatro o las cinco de la mañana que entrar a las once de la noche. Yo nunca he empezado a esas horas, pero sí a las cuatro y es duro, tiene un impacto en tu vida porque vas a destiempo”, advierte. Pero tampoco dramatiza. “No es la única profesión que trabaja de noche: médicos, taxistas, periodistas, transportistas… hay montones”, recuerda, para resaltar el lado vocacional de la panadería y, en particular, el uso de las manos.

“Es una forma de artesanía, si tienes suerte y no tienes que ejercerla de forma mecánica. Yo trabajé unas semanas en dos panaderías en Nueva York. En una estaba clavada en el mismo sitio repitiendo la misma acción (en mi caso, formando panes) y era durísimo; te dolía todo el cuerpo y era un poco triste. En la otra cada panadera y panadero participaba en todo el proceso y aquello fue mucho mejor. En Babette ocurre lo mismo”, describe, e incide en el ambiente que se genera conforme se va incorporando el equipo a la jornada, sobre las seis de la mañana. “Les gusta la música y la ponen, pero no demasiado alta, y ¡hablan mucho! ¡Hablamos mucho! Menos en los picos de trabajo, en que todo el mundo está concentrado, aunque siempre hay espacio para una broma”, revela. 

De entre las variedades que elaboran destaca el hogazón sencillo, un pan con harinas T80, hecho exclusivamente con masa madre, sabroso y con una corteza oscura y crujiente. “Me gusta precisamente esa sencillez que tiene, que te permite saborear el pan, sin interferencias. Me gusta que es una elaboración purista”, valora. En cuanto a los materiales, distingue como “esenciales” un par de banetones –uno de kilo y otro de medio–, un lame (una cuchilla de panadería), una rasqueta blanda y otra dura, una rasqueta cortante, un bol, una tela masera, un termómetro de horno y otro de pan. “Con eso un panadero casero está servido, y yo lo fui muchos años así que sé de lo que hablo”, resuelve.

Y entre masa y masa aún le queda hueco para seguir explorando los vínculos de la panadería y la comunicación, como ocurre en Contigo, pan y cebolla, un podcast que promete tener continuidad, o como redactora jefa de la revista PAN, de la que es cofundadora. 

…y unas cervezas

Sant Quirze del Vallès es una localidad de unos 20.000 habitantes a menos de media hora en coche de Barcelona. Allí se encuentra  Pa i punt, la “micropanadería artesana” que Aniol Francisco Egea puso en marcha hace casi dos años. Lo hizo en su pueblo, en el mismo donde antes se había iniciado en la hostelería, como socio de un restaurante, y donde ahora encuentra ingredientes y redes de comunidad. “Intentamos usar materia prima de payeses y agricultores de los alrededores, y colaboramos también con proyectos y entidades del pueblo”, indica. Además, producen una cerveza local, La Julita, en colaboración con un bar de la localidad y una microcervecería cercana.

“Nuestro pan es de masa madre de harinas ecológicas molidas a la piedra, de trigo y centeno. Es un pan poco común en nuestra zona, con mucho carácter y muy saludable y con un proceso ecológico; desde el campo hasta el pan”, remarca el panadero, que comenzó a interesarse por el mundo de las masas poco antes de la pandemia.  Otra característica que define su modo de entender su relación con el entorno: en Pa i punt trabajan bajo pedido “para no generar excedente”.

Su labor comienza a las seis de la mañana, y dos horas más tarde se incorpora su compañera Cristina Yugueros; a las tres entra Rita Viñas, la tercera pata del negocio.

“Aunque a veces hagamos muchas más horas que antes, yo prefiero trabajar de mañanas que de noches y con un turno más o menos estable”, evalúa el panadero, que también da valor al ambiente “amistoso y divertido” en el que se desarrollan sus jornadas. “Escuchamos todo tipo de música y podcasts, todo el día hay banda sonora. Nos gusta ir descubriendo nuevos estilos y también cotillear sobre la gente y las desavenencias del pueblo. Somos unas marujas”, ríe.

Cuando se le pregunta por los utensilios necesarios en un proyecto como el suyo, Aniol cita los tres hornos Rofco B40 de El Amasadero, “la mejor opción del mercado” por espacio que ocupan y potencia. “Son unos tanques. Eficaces, robustos… Tenemos una producción, ¡cada día!, de unas 80 hogazas de kilo y 60 barras, más dulces de varios tipos, todo cocido en nuestros Rofco”, enfatiza, después de recordarnos cuál es la herramienta más indispensable de todas: sus propias manos. 

Entradas recientes

Todas las categorías