A los que os gustan las masas muy hidratadas, esas de las que salen panes húmedos y alveolados, cavernarios casi, podréis disfrutar de esta entrada, porque a base de ponerle más y más agua a la harina uno llega a preguntarse qué hay más allá. ¿Cuál es el límite del universo? ¿Y de la materia? ¿Qué hay detrás de un agujero negro? ¿Cuándo un ser humano deja de serlo? ¿Y cuándo empieza a serlo? En esa batería de preguntas trascendentales se enmarca la que nos hacemos aquí: ¿Cuándo un pan deja de ser pan a base de encharcarlo con más y más agua?

Con el fin experimental de atravesar las fronteras del amasado me remangué la camisa y me preparé para algo que tenía más de chapoteo que de otra cosa. Para mi viaje fijé cuatro niveles de hidratación en otros tantos panes, subiendo el agua en ellos progresivamente hasta el punto de adentrarme en una nueva realidad, algo tipo Stargate, aquella película tirando a regulín en la que pasabas de un mundo a otro atravesando una puerta.
En la foto podéis ver, de izquierda a derecha, el resultado de panes que partían ya de una cantidad de líquido muy alta. El que menos tenía, a la izquierda, llevaba tanta agua como harina (en jerga panadera, una hidratación del 100 %: 100 de agua por 100 de harina). No era la primera vez que trabajaba con esos niveles, con los que se logran unas chapatas bárbaras, pero más allá de ahí se abría una galaxia nunca hollada por la mano del panadero aficionado. Para tratar de aguantar la arquitectura pánica hice el experimento con harina de mucha fuerza (Manitoba), teóricamente capaz de soportar sobre sus hombros todo lo que le pongan. Y aguantó mucho, porque con 130 gramos de agua por 100 de harina (el segundo de los intentos) aquello,en la fase de amasado, se parecía todavía a una masa, es decir, que aún resultaba posible, queriendo, ponerla sobre una mesa y mezclarla (que no amasarla) con las manos.

El siguiente nivel de hidratación resultó ya de delirio, con 160 gramos de agua por cada 100 de harina (piensa que un pan normal oscila entre 60 y 70 de líquido por 100 de harina) el amasado ya era impensable y lo que salió fue una crema más o menos densa, pero tirando a suelta, que todavía podría haber metido en una manga pastelera. Podías chapotear en aquel líquido, pero no amasar, y ni os cuento con el caso extremo de este experimento: 200 de agua por 100 de harina. Me daba la risa removiendo con una cuchara aquella cosa que más parecía leche que algo relacionado con el pan.

Lógicamente, resultaba imposible meter aquellas cosas en el horno sin algún tipo de molde, así que improvisé unas barquillas con papel de horno similares a las de los sobaos y ahí empezó la fiesta.

Sentado ante el horno me quedé a observar el espectáculo. El pan con tanta agua como harina subió sin problema, como era de esperar. El segundo también lo hizo, pero el gluten que tenía ya no pudo con tanto líquido con igual solvencia y quedó más achatado. El tercero, el de 160 gramos de agua, ya no era pan. Cierto que la masa pasó en el horno de estado líquido a sólido, pero después de 45 minutos a 200 grados no aumentó en absoluto de volumen y solo un ligero color doró, por llamarle algo, su superficie. El cuarto, con el doble de agua que de harina, salió cadáver: también sólido, pero blanco y sin rastro de vida: apenas se apreciaba algo parecido a una incipiente miga.

Comprobé así que más allá del 130 % de hidratación (viendo el resultado podemos fijar el límite en torno al 140 %) lo que sale del horno no puede llamarse pan. Probé aquellas cosas porque me pudo la curiosidad, pero no aconsejo a nadie que incluya en su dieta esos girones húmedos de textura indefinible. Puede que algún encofrador le saque partido a tales mezclas, pero como panadero amateur, descubrí el límite al que podía llegar.

¿Que para qué me sirvió todo esto? Honestamente, para nada, pero ahora ya puedo decir aquello de que he visto atacar naves en llamas más allá de Orión y he vuelto a este mundo panarra para contarlo.

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