En busca del horno maldito


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En busca del horno maldito

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¿Les dice algo el nombre de Willie Scott? Pues les refresco la memoria y verán como sí. Willie era la chica que acompañaba a Indiana Jones en su búsqueda del templo maldito, la mujer a la que aquella mezcla entre sacerdote y maestro parrillero metía en un asador regulable (tipo argentino), alimentado con lava. Harrison Ford impedía providencialmente que el churrasco se quemara y la sacaba de la barbacoa solo un poco doradita. Vuelta y vuelta.

Del descenso de la tal Willie a los infiernos me acordé cuando traté de meterme en aquella gruta a retirar montañas de brasas refulgentes. El problema es que yo no tenía al doctor Jones para evitar que el vello de mis brazos acabase chamuscado y oliendo a pollo quemado. Al final di un paso atrás y esperé a que aquello enfriara tomándome un vino tinto. Yo lo bebo en copa, no en calavera, pero allá cada cual.

Era la segunda vez que me enfrentaba a un horno de leña, un artilugio fascinante fruto de la combinación arquitectónica entre una caverna y el Panteón de Roma. En el de Agripa, tapándole el lucernario y con leña suficiente, se podría cocer pan para medio imperio romano.


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En mi primer intento, años atrás, traté de cocinar una empanada, pero lo que realmente logré fue convertir aquello en los Altos Hornos de Vizcaya con calor suficiente para forjar dos o tres espadas samuráis. La empanada, lógicamente, desapareció a los cinco minutos carbonizada.

Mi segundo intento fue en una aldea remota perdida en las montañas gallegas, un sitio al que dudo mucho que Jones hubiera llegado.

Esa noche calenté el horno con moderación para no convertirlo otra vez en una fragua. Cuando metí el bollo dentro me veía a mí mismo viajando a la infancia a través del recuerdo de sabores perdidos. Pero todo mi romanticismo místico-poético se fue al carajo cuando saqué de allí una pieza exangüe y morcillona. De ahí que me cabreara y le metiera leña a aquello como para alimentar una locomotora desbocada. Y aquí enlazo con lo del templo maldito, el horno maldito, o mejor, el maldito horno.

Supongo que a estas alturas del relato muchos tendrán en la cara una cruel sonrisa lateral y me tacharán de ignorante culinario. Pero dime, chico listo, si te dan una cueva y una montaña de leña, ¿cómo narices consigues poner la gruta a 240 grados con la temperatura exacta tanto en la base como en la bóveda? Mira, chico listo, este trasto no tiene botones, ni mandos, ni palancas, ni temporizador, ni programas, ni nada. Por tener no tiene ni luz. ¿Vas a meter tu iPhone con la linternita para echar un ojo en una cueva a más de 200 grados, chico listo? ¿Y te vas a comer el teléfono asado?

Mis incursiones espeleológicas en la cúpula ardiente se prolongaron durante toda la noche con pobres resultados. El horno maldito no funcionaba y no había servicio técnico al que llamar, y tampoco tenía el número del oráculo de Delfos. Sin embargo, para mi sorpresa, el oráculo apareció. Lo hizo sin hacer ruido y con los atributos de un dios gallego rural, es decir, el mandil, el cubo de patatas y el can de palleiro. Yo estaba sentado en una silla de plástico rumiando mi fracaso cuando sentí su presencia. El oráculo se llamaba Señora (sí con mayúscula) Dosinda, que además de agasajarme con las patatas me tendió un bollo de pan perfecto, todavía tibio. Solo ella podría mostrarme la luz.

-¿Que pasou neniño?
-Pues que no sé cómo cocer pan en este horno…
-Ya verás como es muy fácil, yo te explico.

Me dijo, y saqué bolígrafo y libreta presto a apropiarme de aquellas técnicas secretas.

-¿Cuánta leña hay que echar?
-Depende.
-¿Cuánto tiempo tiene que arder?
-Depende.
-¿Cuánto tiempo se cuece?
-Depende.
-¿Cuándo está el horno caliente?
-Eso ya lo vas viendo, igual cuando la harina se ponga de un color bonito.
-¿Qué es bonito?
-Depende.
-¿Y cuánta harina le pone a la masa que usted hace?
-La que veo que el pan necesita.
-¿Y qué tipo de harina?
-La que me trae el camión.

Y así todo. Al final no había tomado ni una triste nota, pero viendo los gestos y el tono de Señora (sin artículo) Dosinda, deduje que la cosa pasaba por hacerse colega del horno, cortejarlo unos días, dorarle la píldora y darle carrete hasta que su corazón se ablandara y entonces, pan para dentro y si el horno se enrolla y has seguido los rituales chamánicos necesarios, te cuece la masa y lo que le pidas. Y de qué manera.

Desde aquellos días cada vez que me encuentro con el horno eléctrico en la cocina de mi piso lo miro con frialdad. Acabé comprendiendo que el de leña era una especie de portentoso chamán y éste, con sus luces led y su triste pirólisis, me recuerda más a un auxiliar administrativo. Sí, hace bien sus cosas, correctas, pero nada tiene que ver esto con el templo maldito de barro, piedra y fuego. El problema es que si alguna vez caes en sus hechizos, después ya no hay dios que te quite la tontería: no hay cura para el amor.

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