Primero, como siempre, vale la pena comprobar si tu levadura (sobre todo si tienes algún sobre ya abierto) está bien activa. Para ello, mezclamos 2 cucharadas de harina y 3 de agua tibia con un gramo de levadura en un vaso. Lo dejamos en un lugar templado y si no sube después de 10 minutos es porque la levadura no sirve. Si es así (la levadura es un ser vivo y no es eterna) abre otro sobre y repite la prueba.
Calienta un poco el agua en un cazo para que esté tibia, lo que ayudará a activar la fermentación.
Mezcla todos los ingredientes (salvo las semillas) en un bol y amasa como puedas. Puedes acabar sobre la encimera haciendo una especie de amasado francés. Tampoco te mates (es una masa muy líquida), ya sabes que el tiempo también amasa. Deja reposar 10 minutos y dale otro meneo.
Cubre el bol y déjalo reposar a temperatura ambiente unas dos horas, hasta que doble su tamaño.
Transcurrido ese tiempo, ayúdate con la rasqueta para llenar la manga pastelera, en la que habrás puesto un boquilla ancha. Da igual la forma de la boquilla, porque al final el pan recuperará su forma natural en la segunda fermentación. Dispón una hoja de papel de hornear sobre la bandeja del horno y dibuja barritas (no las juntes mucho para que no se peguen) con la manga. Ayúdate con una tijera para cortar la masa a la medida deseada: puedes hacer panecillos o barritas largas, como gustes. Cubre los panecillos con otra bandeja de horno, del revés, y deja que la masa fermente aproximadamente 45 minutos, hasta que veas que han ganado volumen.
Una vez finalizada la fermentación, distribuye las semillas sobre la superficie de los panes.
Introduce la bandeja en el horno, precalentado a 190 grados (calor arriba y abajo y sin ventilador), en la segunda altura contando desde abajo. En unos 20 o 25 minutos, cuando estén bien dorados, los tendrás listos. A la rejilla de enfriar y a por ellos.