Comprueba antes de nada, para evitar disgustos, que tu levadura está activa (sobre todo si vas a emplear un sobre abierto). Para eso basta con mezclar dos cucharadas de harina con tres de agua y un gramo de levadura. Si en diez minutos no subió, cambia de sobre de levadura.
Mezcla todos los ingredientes en un bol, salvo la mantequilla. Si calientas la leche un poco en un cazo antes de usarla, ayudarás a activar antes la fermentación. Cuando la harina haya absorbido los líquidos, lleva la masa a la encimera y continúa amasando hasta conseguir una mezcla homogénea.
Ahora añade la mantequilla (a temperatura ambiente) poco a poco, en dados, y amasa hasta que, de nuevo, se absorba.
Forma una bola y déjala fermentar en un bol aceitado y tapado durante dos horas y media. Si tu cocina es muy cálida, puede ser antes, si es fría o los ingredientes estaban fríos, algo más.
Sabrás que está lista cuando haya doblado su volumen.
Dispón la masa sobre una hoja de papel de hornear. Estírala con un rodillo hasta lograr una lámina algo menor que la bandeja del horno, y de un centímetro de grosor.
Con una cuchilla de panadero o un cuchillo bien afilado, traza sobre la superficie la clásica malla. Deja reposar media hora cubierta con un paño.
Con la manga pastelera, y siguiendo las líneas de los cortes, dibuja la malla.
Deja reposar otra media hora. Para evitar que la masa se seque, cúbrela, pero ten cuidado porque con el paño puedes chafar la crema pastelera. Yo la tapo con una bandeja de horno del revés.
Toca decorar. Nosotros utilizamos almendras enteras porque nos gustan mucho, pero puedes salpicar también con almendra laminada o, siguiendo la tradición, con piñones (solos o con frutas escarchadas).
Llévala al horno, precalentado a 190 grados con calor por arriba y por abajo (sin ventilador), y sitúala en la segunda altura contando desde abajo. En 30-35 minutos, cuando adquiera un color bien dorado, estará lista. Déjala enfriar sobre una rejilla y a por ella.