En un bol o en una jarra metálica echa la harina tamizada, el azúcar y la levadura. Añade el agua y la leche. Si esta última la sacas de la nevera, caliéntala un poco hasta que esté a temperatura ambiente. Mezcla la masa con las varillas hasta que quede homogénea, tapa con papel film y deja fermentar dos horas o hasta que doble su volumen.
Vierte sobre la masa la sal y el bicarbonato y mezcla otra vez. La masa deberá quedar con la textura de un gel denso. Si está demasiado sólida, échale unos gramos de agua. Ha de quedar fluida, no líquida.
Déjala reposar unos minutos, el tiempo que te lleve calentar la plancha, a fuego suave, hasta que coja temperatura pero sin llegar a echar humo. Pinta la plancha con mantequilla o, si lo prefieres, con aceite de girasol. Si usas aros, úntalos bien por dentro con mantequilla y ponlos sobre la plancha para que, con ella, vayan cogiendo calor.
Con la plancha ya caliente (puedes echar en una esquina una cucharadita de masa y probar si se empieza a hacer) vierte con la jarra en cada aro (si no los usas, directamente sobre la plancha) un poco de masa, con medio centímetro de altura o algo más, llega. Si no tienes jarra, usa un cucharón de sopa.
Si no tienes aros, puedes hacerlos sin ellos, aunque te quedarán más planos.
Deja que se hagan entre 6 y 8 minutos por el mismo lado, si ves que se doran demasiado, baja el fuego. Cuando la masa suba y se llene de agujeros (milagros del bicarbonato) será el momento de darles la vuelta con la espátula. Hazlos por el otro lado un par de minutos y sírvelos calientes. Con mantequilla y mermelada encima te quedarán regios. Si te sobran, los puedes recalentar por la cara más pálida sobre la plancha.