Derrite la mantequilla en un cazo (que quede líquida, pero no hirviendo, es decir, que puedas meter un dedo sin quemarte) y reserva. Para aprovechar el cazo, caliente la leche hasta que esté tibia.
En el bol, bate los huevos y mézclalos con el azúcar, la mantequilla, la leche y la levadura. Agrega la harina y la sal y vete mezclando hasta que el líquido se absorba.
Dispón la masa sobre la mesa y amasa unos minutos. Al principio la masa estará muy pegajosa, no pasa nada, prueba con un amasado francés suave y verás como a los pocos minutos se desprende con más facilidad. Deja reposar diez minutos y vuelve a amasar brevemente.
Haz una bola con la masa y déjala fermentar en bol tapado, a temperatura ambiente, unas tres horas, o hasta que suba sensiblemente de volumen. Ten en cuenta que esta receta la hemos hecho un día de frío. En verano o en una cocina muy cálida puede que con dos horas, o menos, baste.
Pon la masa sobre la mesa y, con cuidado para que no pierda todo el gas, forma un cilindro y córtalo en cuatro partes iguales.
Dale forma de bola a cada una de las partes. Cuando las tengas, disponlas, separadas (muy juntas se acabarán pegando entre ellas. Sí, a mí me ha pasado) sobre una bandeja de horno con papel de hornear. Píntalas con huevo batido y déjalas reposar, cubiertas con un paño, durante una hora más.
Vuelve a pintar los bollos con huevo. Hazles un corte a cada uno con una cuchilla y decora la superficie salpicando azúcar humedecida (mezcla en un cuenco los 50 gramos de azúcar con una cucharada sopera de agua, así de fácil) en torno al corte.
Mételos en horno, a altura media y sin ventilador, precalentado a 170 grados. Déjalos 25 minutos o hasta que estén dorados. Si ves que se doran en menos tiempo, baja la temperatura o cúbrelos con albal para que sigan cociéndose un poco. Si los sacas antes de tiempo corres el riesgo de que te queden un crudos por dentro. Retira y déjalos enfriar, si puedes, sobre una rejilla. Calentitos están de muerte.